Latin American coffee Story. 
"Hotel Señorial"
Comisión para Starbucks Art Program (Seattle)
Mi abuela Elisa pertenece a una generación que se mudó del campo a la ciudad y a pueblos pequeños, trayendo consigo a su nuevo hogar el espíritu de la naturaleza, llenando cada rincón de plantas e historias.
Creció en Villeta, donde nacieron mi mamá y sus hermanos y donde yo viví increíbles años de infancia.
Mi abuela Elisa fue enfermera de la cruz roja por muchos años, su corazón no se iguala al de ningún otro humano, se dedicó por mucho tiempo a cuidar de adultos mayores en un lugar casi de fantasía llamado El Hotel Señorial, con un patio idílico que nos acogió a los nietos por muchas vacaciones, y donde pasaba mis tardes después del colegio.
Recuerdo que se levantaba todas las mañanas a hacer arepas, en ese entonces en un horno de leña, comer la primera era el premio mayor por madrugar en vacaciones; mientras amasaba y las armaba con suprema perfección, el agua para el café se calentaba en una olleta clásica infalible en cualquier hogar colombiano.
El olor del café de la mañana inundaba todos los rincones de la casa.
Mi abuela me enseñó a tomar café.
Perdía la cuenta de cuántos "tintos" tomaba en el día, de cuántos suspiros emanaban en sus pausas, de cuántos recuerdos se mecían en su silla.
Su pocillo era pequeñito y tenía el tricolor de nuestra bandera, pareciera que su tamaño era la dosis perfecta para sonreír y alegrar el espíritu antes de continuar sus labores.
En esas tardes después de las clases y las tareas, papá y yo caminábamos al hotel, donde la abuela y el tío Samuel nos esperaban con la mesa lista para jugar la revancha del "parqués" y apostar unas cuantas monedas más, las fichas y dados en un frasquito místico hacían parte de nuestro ritual sagrado.
Roberto me llamaba desde el patio tan pronto como nos escuchaba llegar, era el fiel testigo de nuestras partidas, nuestro compadre, nuestro animador. Fue el loro más noble que jamás conocí, el guardián y mejor amigo de nuestras tardes de juego, cantaba, reía y gritaba cada vez que alguno ganaba, o perdía! 
Mi abuela siempre dijo que Roberto aprendió a reírse como yo.
Hoy recuerdo con nostalgia aquellas tardes, el olor del café acorta la distancia y prolonga el afecto, me hace sentir eternamente en el patio del Hotel Señorial.




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